En “Hablando con Dios” aprendí a descansar; comprendí que descansar era soltar el temor y navegar el amor. Comencé a sentir ese amor en cada esquina de mi ser, como si mi alma estuviera sacando nuevos brotes hasta por las puntas de mis dedos. Hablar con Dios fue invitarlo a habitar el color de mi ojos, el temblor de mi voz, el calor de mis manos y la fuerza de mis brazos, sólo para descubrir que siempre estuvo ahí.