La vida no se trata de la calma. Se trata de las olas.
Un joven desconsolado se acercó a su rabino buscando guía y fortaleza.
“La vida es como un océano”, le dijo el rabino a su alumno. “Hay olas que golpean con fuerza y nos arrastran debajo de la corriente. Entonces, de la misma forma repentina, hay momentos de calma. A tí te ha golpeado una ola gigante y ahora estás atrapado bajo la marea, incapaz de nadar hacia la superficie. El problema en este momento es que en tu corazón, tú crees que la vida se trata de la calma entre las olas”.
Algunos meses antes de este dialogo, el joven y su esposa experimentaron una tragedia al perder a uno de sus hijos a causa de una seria enfermedad. La pérdida fue demasiado grande, el dolor demasiado profundo. Esta no era una ola normal; era un tsunami. El joven se estaba ahogando.
Su rabino lo ayudó a cambiar su perspectiva y dar el siguiente paso para seguir adelante. “La vida no se trata de la calma. Se trata de las olas”. El joven dejó que estas palabras permanecieran en su mente, para tratar de interiorizar su mensaje. No podemos escoger qué olas vienen hacia nosotros, pero sí decidimos cómo responder a ellas. Nuestra respuesta a las olas es lo que nos convierte en las personas que somos.
Descansar en una reposera al borde de la piscina con una cerveza en la mano, no es la manera de convertirse en un nadador de categoría mundial. Para ganar la medalla de oro debes sumergirte al agua día tras día y nadar hasta que te duela cada músculo del cuerpo. Enfrentar los desafíos de las olas es lo que finalmente nos lleva a la grandeza. Logramos desarrollar nuestro potencial al trabajar para sobrepasar una ola tras otra. “Los momentos de calma”, explicó el rabino, “están ahí para que podamos respirar antes de que nos golpee la siguiente ola”.
Las olas entran en nuestras vidas, interrumpen la calma y traen oportunidades de crecimiento. Algunas se conquistan con más facilidad que otras. Estas son de la variedad de: “hoy me olvidé el paraguas en casa, estuve varado en un embotellamiento de tráfico y me perdí una cita”.
Hay olas más grandes y difíciles: rechazo, fracaso, enfermedad. Ellas nos obligan a apretar los dientes y cerrar los puños mientras luchamos para sobrepasarlas.
Y están las olas de marea, olas que no podemos imaginar que seremos capaces de sobrevivir. Ellas irrumpen en nuestras vidas como una visita no deseada con una fuerte ráfaga de viento y destruyen nuestras velas. Enfermedades terminales, pérdidas, la muerte de un ser querido… Estas olas invierten nuestro mundo, nos dejan luchando en la oscuridad, buscando desesperadamente un lugar en donde anclar nuestro barco convulsionado. Esta era la clase de ola con la luchaba este joven al pedir el consejo de su rabino. “La vida no se trata de la calma”, se repetía a sí mismo. “La vida se trata de las olas”.
Hace más de 3000 años el pueblo de Israel enfrentó una situación peligrosa. Ellos escaparon de la oscuridad y la esclavitud de Egipto; los perseguía el ejército más potente del mundo y finalmente se encontraron frente al mar. Habían esperado mucho ese momento. Habían experimentado 210 años de adversidad y tortura para llegar a ese momento, y ahora el agua bloqueaba su redención.
Un hombre valiente, Najshón, comprendió que había una opción incluso en esas graves circunstancias. Ellos podían darse vuelta y regresar al pasado, a la familiaridad de Egipto en donde habían aprendido a sobrevivir a pesar de las adversidades y la opresión. O podían seguir adelante como una nación, dando un salto y tomando el compromiso de mantenerse firmes el uno con el otro y con Dios.
Najshón escogió la segunda opción. Él entendió las palabras del sabio rabino siglos antes de que fueran pronunciadas. “La vida no se trata de la calma. Se trata de las olas”. Najshón entró al mar, dio un paso y luego otro hasta que el agua llegó a su cuello y estaba a punto de cubrirlo por completo. Najshón levantó su pie nuevamente, dispuesto a dar el que sería su último paso en este mundo. De repente las aguas se dividieron, creando paredes elevadas hasta los cielos, dejando tierra seca para que Najshón y toda la nación pudiera caminar. En ese momento el pueblo de Israel sintió la fuerza de la nacionalidad y la gloria de Dios.
La palabra en hebreo para Egipto es Mitzraim, cuya su raíz es la palabra tzar, que significa angosto o restringido. Cuando celebramos Pésaj dejamos atrás las restricciones de Egipto y superamos nuestras barreras personales, las que a veces parecen tan inmensas como el mar.
Najshón nos enseñó la fórmula para conquistar las olas: con esfuerzo y fe, nada está fuera de nuestro alcance. Él nos enseñó que Dios, quien nos sacó de Egipto y partió el mar, también es capaz de liberarnos de nuestros problemas personales.
Los últimos días de Pésaj celebran la partición del mar. Este año, celebremos el camino a través de nuestras propias olas, una redención de nuestro propio Egipto personal y entendamos que nuestra mayor barrera hacia la libertad nunca fue en realidad el mar sino nosotros mismos.
por Sarah Fineman